Domingo I de Pascua: Parece que es la hora, y es la hora

«Ahora comienzan los relojes su cuenta particular, acaba de comenzar el tiempo de creer, ahora ya sí que era la hora. Hay que ir a Galilea y no regresar aquí jamás, hay que salir de todo este lodazal, de toda la atmósfera pesada, y dejarse de bobadas y miedos, porque Jesús tenía razón cuando decía: al tercer día, resucitaré».

Hace unos años Antonio García Barbeito abría su Pregón de la Semana Santa de Sevilla, España, diciendo: Parece que es la hora, y no es la hora / Parece que está todo… y algo falta / Parece que la alcanzo, y es más alta/ Parece que se acerca, y se evapora // Parece que amanece, y es la aurora. Se refería, el pregonero, a la ansiada llegada de los días grandes de la Semana de Dios, que permiten tocar el cielo con las manos.

Tomando prestada la expresión, me atrevo a decir que hoy es la hora, aunque no lo parezca, aunque pensemos que no es el amanecer sino la aurora, que es demasiado pronto, que la falta de luz ha llenado de escamas nuestros ojos y encorvado nuestra cerviz.

Pues lo siento, hoy es la hora, sí, en medio de la noche cuando nace la luz, cuando nace el Sol, cuando nace la Vida, cuando brota la esperanza, cuando se revienta todo lo que pretende atenazarnos, cuando todo lo anterior se reinventa, cuando todo lo que parecía absoluto no es más que un leve roce, un susurro, una suave brisa, comparado con el brotar de la vida a borbotones, de la esperanza que estira sus brazos ensanchando para siempre los horizontes e impide que nunca más puedan cerrarse para los creyentes, para los que confían en Dios.

Así que, como cantamos en Nochebuena, No la debemos dormir, la Noche Santa, no la debemos dormir, no podemos permitirnos el lujo de decirle al corazón que cierre sus ojos, que se dé otra vuelta, remolón, ahora que ya todo va a ser fácil, ahora que las respuestas se han puesto al alcance de la mano, ahora que todo lo que nos ha costado creer, podemos tocarlo con las manos.
Tocar, sí, tocar, apretar, estrujar… parece que es nuestro verbo favorito, pues gracias a las manos nos hacemos mejor idea de lo que las cosas son. Es verdad que ahora tocar, lo que se dice tocar, poco, y con mucho gel hidroalcohólico.

Las mujeres, no pueden dormir, madrugan porque quieren tocar el cuerpo de Jesús, quieren encontrarse de nuevo con quien quieren, quieren colocarle el último vestido para que lo abrace la tierra.

–Cuantos de los nuestros se han marchado sin la última caricia, sin el último beso, sin la última mirada. Cuantos sanitarios han sido Cireneos espontáneos para dar el último apretón de manos en la UCI a los que se iban solos, sin tocar, sin calor–.

Ellas llegan y no ven nada porque no encuentran lo que buscan. En el sepulcro la puerta está abierta y no hay un cuerpo destrozado por el calvario al que embalsamar sino un joven resplandeciente allí sentado. El lugar de la muerte se convierte en un lugar de vida. Pero un detalle no puede dejarse atrás: Jesús es un crucificado que vive, una víctima resucitada.

Ahora comienzan los relojes su cuenta particular, acaba de comenzar el tiempo de creer, ahora ya sí que es la hora. Hay que ir a Galilea y no regresar aquí jamás, hay que salir de todo este lodazal, de toda la atmósfera pesada, y dejarse de bobadas y miedos, porque Jesús tenía razón cuando decía: al tercer día, resucitaré.

La palabra de las mujeres no era creíble, pero era cierta, como nos pasa tantas veces cuando el prejuicio nos aparca en las afueras. Éste es también hoy nuestro riesgo: no escuchar a quienes siguen a un Jesús vivo, a quienes viven en la novedad y el dinamismo del resucitado; a quienes lo reclaman desde el sufrimiento y el dolor; a quienes viven esperanzados, a quienes intentan abrir caminos de felicidad, tejer senderos de alegría… Parece que es mejor y, políticamente correcto, seguir durmiendo y oliendo a alcanfor, ahogándonos en la sospecha de quien dice que se puede amar a Dios y ser feliz y disfrutar de la vida sin complejos ni ñoñerías.

Se ha abierto la puerta de la vida. Estamos en Galilea donde se respiran a raudales esperanza, libertad y alegría. La esperanza nos mantiene fuertes ante la resignación, el desencanto, la trivialidad y el agarbanzamiento; nos empuja con las dos manos a luchar por un mundo mejor. La libertad nos fortalece para amar sin límite frente a nuestros miedos y egoísmos. La alegría, el gozo, nos permite borrar de nuestro alrededor los horizontes sombríos, la tristeza, la desolación, la estrechez de los sepulcros de nuestros complejos, las telarañas de nuestros miedos y el corsé de los cumplimientos.

Pues, si nos os importa, ahora que ya es la hora, pidamos a la luna que haga las maletas hacia otros mundos porque aquí en cincuenta días no va a tener que trabajar, pues el Sol de la Pascua brillando está, porque ya amanece, y no es la aurora. Feliz Pascua de Resurrección.

Publicado en Pascua, Tiempo Litúrgico.